Te regalaré mi tiempo

miércoles, 3 de diciembre de 2008



Por favor, que no se siente a mi lado. Eso es lo que pensó Ana cuando vio acercarse por el pasillo del tren a un hombre de una edad indefinida, entre los treinta y los cuarenta, bien vestido y con barba de dos días, que buscaba con la mirada los números de los asientos.

El viaje duraría varias horas y estaba demasiado triste para compartir su espacio con nadie. Maldita la hora en que se le ocurrió hacer quinientos kilómetros para darle una sorpresa a Germán. Apenas llevaban casados un año y hacía semanas que hablaban de culminar su amor con un embarazo. ¿Amor? Ana se imaginó convertida en la protagonista de unos dibujos animados. Un malvado brujo le introducía con fuerza la mano en el pecho y le arrancaba el corazón para después pisotearlo con saña. Sonrió al pensarlo, aunque su sonrisa fuese una mueca de dolor infinito.

Comprobó que el viajero se estaba acomodando en el asiento contiguo al suyo y disimuló su disgusto abriendo el libro que reposaba en su regazo, sin ninguna intención de leer. Quizás su compañero se daría por aludido y desistiría de darle conversación.
- Deberías darle la vuelta
-¿Perdona?
- Tienes el libro al revés

Hace falta ser tonta. No sólo le había hablado sino que había sido ella misma la que le había puesto en bandeja la excusa perfecta para hacerlo. Ahora seguro que tendría que aguantar una disertación sobre el calor que hacía a pesar de estar avanzado el otoño o, lo que era peor, sobre lo desgraciado que era en su matrimonio porque su mujer no le entendía, en un patético intento de ligar con ella. No era la primera vez que algo así le pasaba.
Pero se equivocó, porque el desconocido no dio muestras ni de una cosa ni de la otra. Se limitó a conectar sus auriculares en el lugar del asiento dispuesto para ello y dedicó unos instantes a pulsar repetidamente los botones de las diferentes emisoras, hasta que encontró una de su agrado.
Ana cerró los ojos. Quería dormir, dormir y despertar sintiendo que lo vivido las últimas horas sólo había sido un mal sueño. Le encantaría poder disponer de una goma de borrar gigantesca, penetrar en su cerebro, y frotar con ella el momento en el que Germán le abrió la puerta del hotel dejando vislumbrar tras de sí la silueta de una mujer desnuda en su cama. Ya no te quiero, lo nuestro es sólo costumbre ¿no me dirás que no te habías dado cuenta? Borraría y borraría hasta que sangraran sus dedos, hasta eliminar cualquier rastro, por mínimo que fuera, de todas esas palabras que se habían clavado en ella como dardos envenenados. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que desde el asiento de al lado le tendieron un pañuelo.

- No sé quien te habrá dicho que las lágrimas embellecen los ojos, pero no te lo creas. Eso sólo ocurre cuando son de felicidad, y créeme, ellos saben distinguirlas. Cuando son de pena mandan al pintor de ojos que suban dos o tres tonos el color de los párpados, y por eso adquieren ese tono violeta; en cambio, cuando la dicha es la que te hace llorar, ordenan al maestro de brillos que las lágrimas reluzcan como diamantes, concediendo al rostro una pátina de belleza sin igual.

- Hablas como si fueras un poeta

El hombre rió con ganas y Ana deseó con todas sus fuerzas ser capaz de hacer lo mismo.
-¡Qué más quisiera yo! Me dedico a vender tiempo a todo aquel que cree que no lo tiene.

-¿El tiempo se compra?
-¿Cuántas veces has oído decir no tengo tiempo para eso, no me dedicas suficiente tiempo, no me hagas perder el tiempo? Seguramente tú lo habrás dicho más de una vez.

Hay gente que no tiene tiempo de dar un beso de buenos días, de ser educado o amable, de disfrutar de una puesta de sol, de deambular sin rumbo por una librería, de comprar unas flores, de compartir una película comiendo palomitas... Hay incluso personas que no disponen de tiempo para vivir ni para amar.
Ana no había conocido nunca a nadie tan peculiar e interiormente se alegró de que el azar lo hubiera sentado junto a ella. Sin saber por qué se encontró contándole lo desgraciada que se sentía por la traición de Germán, pero se sorprendió a sí misma haciéndolo sin llorar, en calma. Mientras las ventanillas del tren iban saludando a árboles y ciudades, ella le fue desgranando poco a poco su vida entera. No sabría decir en qué parte de la conversación las manos de él se habían entrelazado con las suyas.
Él le contó que tenía una guitarra, un gato y una bufanda. Le contó que componía canciones, que daba de beber al sediento, que besaba muy bien. Le contó también que tenía una cicatriz en la rodilla, un par de calcetines de lana y un puzzle sin terminar.

Minutos antes de entrar en la estación, Ana se dio cuenta de que se había enamorado y no supo qué hacer con esa sensación.
- Tengo miedo

Y lo dijo mientras él le pasaba el dedo índice por la frente, por la nariz, por la boca, por el cuello.

- El único miedo que yo tengo es salir de este vagón y no volver a sentir en toda mi vida lo que siento estando contigo. Te daré un folio en blanco para que escribas tus mañanas. Te besaré por las noches. Te regalaré mi tiempo.

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