La sonrisa de Pedrito

viernes, 26 de diciembre de 2008


(Para Pilar)

Pedrito había nacido con un don. Y no era un don cualquiera. Pedrito tenía la facultad, sin ser consciente de ello, de hacer feliz a todo el que se acercaba a él.

El ritual era siempre el mismo. Alguien llegaba, se sentaba junto a él y le cogía de las manos. Pedrito no hablaba, se comunicaba con los demás a través de su franca y contagiosa sonrisa. Las palabras salían de ella ordenadamente y a mitad de camino, como por arte de magia, se convertían en pensamientos que entraban de la misma forma por la oreja izquierda de la otra persona, hasta que llegaban a la frente y se extendían de lado a lado hasta abarcarla entera. Entonces ocurría el milagro. Durante unos escasos segundos, los ojos del que había llegado hasta Pedrito se volvían del color de la madreselva, sus cabellos crecían un centímetro y de las comisuras de sus bocas brotaban dos lágrimas púrpura. La sonrisa de Pedrito, su contagiosa sonrisa, se instalaba en los rostros de las otras personas, y éstas se despedían de él haciéndole entrega del pago que la madre de Pedrito había estipulado hace tiempo: un beso.

Pedrito coleccionaba besos como otros coleccionan sellos. Tenía más de mil, de todos los sabores, de todos los colores y de todas las texturas. Los tenía de los que pinchaban, dados por hombres sin afeitar, de los que olían a tarta de manzana recién horneada, de los que sabían a desesperación, de los que eran suaves como una bola de algodón y de los que le hacían tantas cosquillas como su madre cuando le ponía los calcetines. Tenía besos de los que le dejaban la marca del pintalabios, de los mojados, cuando se acompañaban de lágrimas, de los temblorosos, casi siempre dados por abuelitas, de los que hacían ruido, de los silenciosos, de los de color verde esperanza y así de un sinfín de categorías. Pero el preferido de Pedrito era el beso de Lucía.

Lucía era como él, diferente a los demás. Una niña encerrada en un cuerpo de mujer y que siempre se había encontrado con gente poseedora de la mayor de las desgracias, el mirar con los ojos de la cara en lugar de con los del corazón. La diferencia con Pedrito es que Lucía nunca sonreía. Nadie le había enseñado a hacerlo. Cuando llegó, un día ventoso de Marzo, la madre de Pedrito colocó las sillas de ruedas de los dos una enfrente de la otra y con sumo cuidado les entrelazó las manos. Se sentó cerca de ellos para ver una vez más el don de su hijo, pero esta la vez la magia no funcionó. A Lucía no se le volvieron los ojos del color de la madreselva, ni le creció el cabello un centímetro ni le brotaron lágrimas púrpura. Lucía seguía en su mundo imperfecto y cruel, sin un atisbo de felicidad, y la sonrisa de Pedrito, su contagiosa sonrisa, se redujo. Fueron apenas unos milímetros, imperceptibles para todos menos para él. Aquello se repitió cada tarde, hasta que el octavo día algo pasó. Nadie se había dado cuenta de los cambios, pero Lucía era diferente, como Pedrito, y su primer sentido la avisó de que las cosas no estaban como tenían que estar. Los pajarillos, que solían picotear a sus pies migas de pan, hoy no comían, las hojas de los árboles que cada tarde mecían las horas, estaban quietas; y las nubes, que normalmente le daban su blanca bienvenida, hoy no habían aparecido. Pero lo que más inquietó a Lucía es que la sonrisa de Pedrito, su contagiosa sonrisa, había desaparecido. Sin pensarlo, fue acercando sus labios a los de él y depositó en ellos el más dulce beso que jamás haya soñado persona alguna.

Cuando se separaron, a Pedrito le había vuelto la sonrisa en todo su esplendor. Lucía por su parte tenía los ojos del color de la madreselva, le había crecido el cabello un centímetro y dos lágrimas púrpura le brotaban de la comisura de los labios. Y ambos entendieron a la vez, sin palabras, que la felicidad de Lucía era proporcionársela a otros.

Lucía y Pedrito murieron a los pocos días, con unas horas de diferencia. La madre de éste comprendió que el don de su hijo le había sido concedido para hacer feliz a Lucía, y que todos los demás a los que Pedrito les había legado su sonrisa, su contagiosa sonrisa, habían sido meros transeúntes a la espera de que apareciese ella. Y sonrió al comprender también que Lucía había seguido a Pedrito para hacerle feliz por toda la eternidad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bendita sonrisa,
Inocente mirada,
Cálido abrazo,
Mágico beso..

Siempre contigo..

Un fuerte abrazo Pilar

Anónimo dijo...

Conmovedor, bonita...Como siempre llegando hasta el abismo de los sentimientos...

josman dijo...

que grato y tranquilizante seria que la facultad de escribir bien viniera siempre unida a unos mínimos de coherencia y buen gusto, y que regalo tan preciado es encontrar lugares donde así ocurre.

un saludo y felicidades