lunes, 8 de febrero de 2010
Me llama la atención el escaparate de esta librería. Tules violetas y amarillos tapizan el lugar en el que descansan los volúmenes, tapándolos parcialmente. Diríase que los libros descansan arropados, en un duermevela feliz, esperando que llegue el momento en que alguien los tome entre sus manos. En los laterales, redes de pesca de color dorado caen armoniosamente sosteniendo manuscritos en algunos de sus agujeros. La puerta para acceder al interior no es menos asombrosa puesto que está formada por dos enormes hojas de madera labrada imitando un libro abierto. Empujo una de ellas pero no se mueve ni un milímetro, pruebo con la otra con el mismo resultado, y cuando estoy a punto de desistir descubro dos pequeñas oquedades y comprendo que han sido provocadas con el fin de apoyar las manos. Así lo hago y la puerta reacciona al contacto como la piel al frío abriéndose sin prisas, torturándome, dejándome apenas vislumbrar lo que esconde.
El suelo es de baldosas hidráulicas y tal parece, de tanto como brilla, que pie alguno haya acariciado su superficie desde hace tiempo. Las baldosas forman en el centro un dibujo que inmediatamente reconozco como un pentáculo, una estrella de cinco puntas rodeada de un círculo. Recuerdo haber leído en algún sitio que cuatro de sus puntas representan los cuatro elementos: Aire, Agua, Tierra y Fuego, y la punta superior de la estrella simboliza lo eterno, el alma por así decirlo. Y alma es lo que tiene esta librería, cada vez estoy más convencida.
Es un espacio amplio y despejado, no hay mesas cargadas de ejemplares mostrando los últimos libros aparecidos en el mercado, ni carteles anunciando rebajas, ni nada que entorpezca el paso ni distraiga la mirada. A ambos lados hay sendos mostradores macizos de madera, yo juraría que es caoba, que culminan apoyados en garras de león labradas. En una esquina hay una magnífica escalera de caracol, de un negro azulado. La barandilla es de forja y está formada por barrotes verticales de cuyas bases nacen minúsculas flores de pétalos cerrados. Al iniciar la subida descubro lo que parece ser una letra P grabada en el primer peldaño y mientras sigo ascendiendo voy anotando mentalmente cada una de las letras que me voy encontrando. La escalera desemboca en un pasillo angosto que se bifurca más adelante en varias salas comunicadas entre sí por unos arcos de piedra. No hay más luz que la que se filtra desde el techo mediante distintas claraboyas de cristales irisados y que confiere a las estancias un sabor como de balneario decimonónico. Aquí el suelo es de madera y se queja a cada paso que doy, como doliéndose de que alguien interrumpa su silente reposo. Las paredes rebosan palabras perfectamente resguardadas dentro de sus carcasas, formando admirables hileras de pensamientos que sus propietarios decidieron un día compartir. Sin reparar demasiado en los títulos alargo mi mano hacia uno de los libros más cercanos y acaricio su lomo antes de abrirlo. Percibo su inconfundible olor y me zambullo dentro de él.
Algo roza mi hombro al cabo de unos minutos, aunque me declaro incapaz de aventurar el tiempo que llevo leyendo. Quizás ha sido el sol que avanza y cuyo calor confundo con contacto. Vuelvo al libro y se repite la sensación, esta vez en la nuca, como si unos dedos invisibles levantasen mi pelo. Percibo un aliento cerca de mi oreja, casi un susurro, y un penetrante olor a violetas invade la habitación. O solamente soy yo la invadida, no podría asegurarlo. Giro la cabeza sabiendo que no voy a encontrar nada detrás de mí y sin embargo percibo que no estoy sola. Noto una pequeña presión en mis párpados y entiendo que quiere que cierre los ojos. La sangre se agolpa en mis sienes y mi pecho sube y baja al compás del ritmo marcado por sus inexistentes latidos. Noto mi piel arder y palpitar mis entrañas. El libro cae de mis manos a cámara lenta y se estrella contra la tarima en el mismo momento en el que mi interior explota.
Cuando abro los ojos la librería es un bullicioso lugar, con personas de todas las edades consultando libros y hablando entre ellas. No hay claraboyas, sino unas modernas lámparas en el techo que llenan el habitáculo de luz artificial. Hasta que no salgo de allí no recuerdo la frase que compuse uniendo las letras de los peldaños de la escalera de caracol. Pobre de aquel que no sueña.
1 comentarios:
Joer, qué sueño más bonito...¿dónde hay que abonarse?
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