lunes, 2 de noviembre de 2009
Besos en la oscuridad que huelen y saben a desesperación. Escrito parece la estrofa de un bolero y vivido todavía más. La sensatez, tan sensata ella, se instala en la mesilla de noche y la locura se escapa por la ventana a pesar de tenerla cerrada.
El tipo que tengo a mi derecha en el tren que me lleva de vuelta a Madrid trabaja en su portátil durante todo el trayecto, hace un par de llamadas con el móvil y me dirige tres o cuatro frases de conveniencia a las que yo respondo con igual cordialidad. Llego a Atocha de noche, aunque da igual la hora que sea porque esta ciudad nunca duerme. Me viene a recoger la misma persona que me vendrá a traer pasado mañana y me alojo en su casa durante ese tiempo, aunque nunca la palabra alojar se usó tan mal puesto que ni por un momento me siento huésped. Tengo suerte de ir a casas que siento como mías. No. Tengo suerte de rodearme de gente que hace que las sienta como mías.
Duermo en la habitación más alta y salgo al mirador envuelta en una manta. Aquí no hay tráfico ni luces de neón y mi pensamiento puede volar sin darse de bruces contra los rascacielos. Tan cerca y tan lejos. Como será siempre.
Cuando la enlatada voz del tren me avisa de que se acabaron las vacaciones en octubre yo estoy leyendo porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
2 comentarios:
Amén.
Gracias por contarlo tan bonito.
Un beso.
Ya sabes, a repetirlo muchas veces...
El mundo está lleno de lugares preciosos donde soñar despierta.
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