Entre pupitres y hormonas

sábado, 12 de septiembre de 2009

Aunque parezca mentira, yo no nací con este don para escribir (ruido de toses y manos tapando las risas) ya que fue algo que me inculcó una persona sin pretenderlo.

Comienza el curso 1975-76, sexto de bachillerato mixto, todo un hito en el viejo Instituto, que por primera vez albergaba entre sus muros una clase con alumnos de ambos sexos. Esperábamos expectantes la llegada del nuevo profesor de Literatura cuando apareció Alberto. Alberto era... ¿cómo decirlo? el sueño de cualquier quinceañera con las hormonas bailando el rock and roll de día y de noche por todo el cuerpo. Era mayor, o al menos nos lo parecía, quizás tuviese 35 años o incluso menos, pero a partir del primer día la clase de Literatura se convirtió, en reñida pelea con el del recreo, en el momento más deseado del día. Decenas de barbillas femeninas se apoyaban en sus respectivas manos y apoyando los codos en la mesa escuchábamos embelesadas a Alberto. Tenía los ojos de un azul intenso y una boca bien dibujada, llevaba gafas de pasta y al igual que el resto de profesores venía siempre con americana. Pero él no era igual que el resto. Le gustaba la Literatura y lo demostraba contándonos anécdotas de los autores que no venían impresas en ningún libro, nos leía poesía declamando perfectamente y nos recomendaba lecturas, que según decía, eran imprescindibles.

Recuerdo como si fuera ayer el primer examen que tuvimos con él. Lo normal era dejar los libros de texto en el suelo para impedir copiar, o al menos no ponerlo tan fácil, pero Alberto repartió los folios con las preguntas y ni mención hizo de que los retirásemos. Al día siguiente antes de darnos las notas, nos avisó de que había sido advertido en el claustro de profesores de que había sido bastante inocente, puesto que no era normal que nadie en toda la clase bajase del notable. Y recuerdo también la explicación que dio a su supuesta inocencia. Él había estudiado en Estados Unidos y allí si te pillaban copiando te expulsaban de la universidad y te abrían un expediente que te impedía entrar en ninguna otra, así que en su preciosa cabecita no entraba que un puñado de adolescentes lo hiciera. Pero en el próximo examen, retiró los libros.

Ese curso, el 75-76, se hizo el viaje de fin de curso. A París nada menos. Mis padres consideraron que la capital de Francia era un nido de perdición y no me permitieron ir, así que media docena de pardillas que nos quedamos sin viaje acudíamos a clase con Alberto. Se sentaba en un pupitre de cara a nosotras y nos contaba los desamores de Bécquer, o el cruel destino de Miguel Hernández, o cualquier otra cosa que, yo al menos, absorbía como esponja.

Sin duda aquel profesor me hizo amar los libros, del mismo modo que aquel otro me hizo odiar la Física. Y es curioso, porque del primero no recuerdo el apellido aunque me maten y del segundo no puedo olvidarlo aunque quiera.

6 comentarios:

Luji dijo...

Anda!

Pos será por eso que aprendí a programar

Ay Hilario (así se llamaba, reclamenle a la madre) dónde andarás!

XD

Labegue dijo...

Estamos nostálgicas, ehhh.

Liborio: cabronazo pero encantador.

carpo dijo...

Hilario?????

Liborio?????

Pero se pué saber ande habéis estudiaó ustedes vosotras ?

sauce dijo...

En mi cole no entraba ningún profesor; supongo que las monjas lo evitaban a toda costa... Pero hete aquí que llegó un cura guaaaaaaaaaaaaapísimo con el que diariamente una fila enorme de niñas se quería confesar, cosa que no había ocurrido nunca. Duró muy poco. Recuerdo que algunas compañeras lloraron cuando se despidió. (yo no; era demasiado pardilla para eso...)

Seda dijo...

Carpito, yo tb pensaba lo mismo que tú, que pase que en tierras de Luji abunden esos nombres (y otros peores que le he leído a ella XD) pero... ¿En Zaragoza Liborio?

Labegue dijo...

Creo que no se llamaba así, pero se hacía llamar así, que para el caso patatas