Iba yo andando por la calle a las seis de la tarde en mi estado habitual de junio a septiembre, es decir, sudando, cuando de pronto un acontecimiento espectacular me ha dejado boquiabierta, estupefacta y turulata. Un semáforo me ha guiñado un ojo. Mi primer pensamiento ha sido que tamaño hecho era producto del calor, fruto de mi calenturienta mente. Sí, la mente también se calienta, como los pies, a veces incluso puede llegar a derretirse cual helado olvidado en el congelador descongelado. En esos casos empieza a segregar ideas y sensaciones por las orejas, y si no estás atenta, acaban introduciéndose en las clavículas a través de los sudorosos hombros. Es peligroso, pero no mortal, sólo tienes que colocarte en un sitio fresco y aireado durante 24 horas seguidas y vas notando cómo van recorriendo el camino a la inversa, dejando un profundo halo de frescor allá por donde van pasando. Las ideas salen enseguida pero con las sensaciones hay que tener paciencia. A menudo se hacen las remolonas y parece que disfrutan entreteniéndose a jugar con venas y arterias mientras tú esperas agitada que se decidan de una vez. Y es que, sin las sensaciones, la vida es de un hastío insoportable. Todas tienen su puntito, incluso el miedo, que es una de las que menos me gustan.
Mi segundo pensamiento ha sido que por fin los agoreros que me vaticinan hace años que me voy a volver loca de tanto pensar, habían acertado. Pensamientos turbios, resbaladizos, excitantes, pensamientos comprometidos, amenazadores, danzantes, todos reunidos en cónclave para decidir que su dueña ya ha pensado todo lo que tenía que pensar en esta vida y que lo mejor será que se enmarañen alrededor de una camisa de fuerza de color pistacho.
Pero no, ni una cosa ni la otra. Finalmente he caído en la cuenta de que estaba contenta, y que mi chalado semáforo había caído arrobado por esa circunstancia. Unos segundos de guiño para hacerme saber que desde ese preciso instante se hacía cómplice de mi vida. Un tierno adlátere de ojos verdes, como los míos.