sábado, 28 de noviembre de 2009
Contar que anoche tuve una docena de sensaciones distintas sería quedarme corta y posiblemente sea incapaz de describirlas todas, así que lo mejor será que lo cuente como lo viví, sin rebuscar demasiado en la memoria porque no me es necesario. Creo que la noche del 27 de noviembre la tendré fresca en ella así esté ligando con el cuidador del geriátrico. O intentando ligar, que dada mi destreza en esos menesteres, ni con 80 años habré aprendido.
Dos hermanos de más de metro ochenta de estatura me lo pusieron difícil para poder obviar el motivo que me había llevado a Zaragoza. No sé cuántas canciones de Sabina fueron capaces de arrancarle a las cuerdas de sus guitarras, pero seguro que fueron más de cincuenta. Durante las horas previas al concierto le hicimos al flaco nuestro particular homenaje cantando, cada uno en la medida de sus posibilidades y vergüenzas, todas las canciones que fuimos capaces de recordar.
Una sala pequeña, apenas 2000 personas, esperaba impaciente el comienzo del concierto. A falta de cinco minutos para empezar yo seguía sin creerme que estuviese allí. Todos los que me acompañaban me aventajaban en número de conciertos disfrutados, lo que no era difícil puesto que yo era virgen, aunque yo les ganaba por la mano en algo: el desconocimiento total y absoluto de lo que iba a vivir. Por no mencionar el hecho de que teníamos el escenario a un metro escaso de nuestras piernas y a pesar de no tener un metro, yo hubiera jurado que el micrófono estaba perfectamente alineado con mi butaca.
Cuando Joaquín hizo su aparición a mí me pareció estar viendo una película. Una de esas en las que la protagonista tiene unas tetas supersónicas y el director considera que los espectadores no se han dado cuenta de su potencial y necesita enseñárnoslo a cámara lenta trotando por la playa. Yo veía avanzar a Sabina ralentizado, con su eterna delgadez, con un traje de rayas y con su sempiterno bombín. Y cuando se sentó en el centro del escenario comprobé, efectivamente, que estaba justo enfrente de mí. Claro que supongo que los que estaban a mi lado pensarían lo mismo. Pero no saben lo que dicen, pobres.
Empezó cantando canciones de su último trabajo. La acústica no podía ser mejor. Yo estaba en una nube. ¡Qué digo en una nube! Todo el firmamento al completo me rodeaba. No me duelen prendas al admitir que a la mitad de "Que se llama soledad" dos lágrimas saladas con sabor a bocadillo vegetal y a emociones reprimidas prepararon el camino s una decena de compañeras. Pero ya , ea ea.
La verdad es que si yo hubiera elegido el repertorio no hubiera diferido mucho de lo que cantó. Otra prueba más de que Sabina cantaba en petit comité para mí y no para el resto del auditorio, digan lo que digan esta panda de envidiosos.
Me emocionó con "Contigo", me encadiló con "Y sin embargo", me conmocionó con "Canción para Magdala" y me llevó al éxtasis con "Calle melancolía". Tan cerca estaba de él que podía distinguir perfectamente el dibujo del anillo que llevaba en el dedo corazón de su mano derecha. Terminó con la más increíble "Princesa" que se haya escuchado, con toda la sala de pie cantándola a la vez. Se fue y volvió dos veces más, ante la insistencia de todos los que, como yo, creíamos que el concierto acababa de comenzar y no lo contrario. Y después de los bises se fue por la misma esquina por la que había venido, dejándome sentada en la nube con los pies colgando y una sonrisa perenne en la boca del estómago.
Dos de los bellos durmientes acaban de hacer su aparición mañanera en el salón y yo termino esta crónica dejando unas fotos. No estaba permitido el uso de flash, así que la calidad no es muy buena. Pero no importa, yo no necesito iluminaciones extras para almacenar lo que viví en las baldas de mi memoria. Lo único malo es que disfrutar de Sabina en directo, al igual que los besos, crea adicción, así que mis costillas ya están echando de menos la siguiente dosis.