Claro y conciso

sábado, 19 de septiembre de 2009

A mi hija ya no le cabían ni la ropa ni los libros en su habitación, así que he tomado la decisión drástica de cambiarle todos los armarios por otros más acordes con el tamaño de su edad y de su vestuario. Claro que cuando pensé hacer esto sólo tenía una idea aproximada de lo que guardaba en su cuarto. Ha sido como la chistera gigante de un mago del que iban saliendo sin cesar mochilas, zapatos, libros de preescolar, libros de ingeniería, cientos y cientos de apuntes, decenas y decenas de camisetas y ropas variadas. Llevamos toda la semana vaciando los armarios y llenando cajas, muchas cajas, con puzzles, peluches, libros, y cosas que ha ido acumulando a lo largo de los años. Porque bromeando yo le digo que tiene el síndrome de Diógenes pero en pequeño, todo lo guarda, hasta las cosas más insignificantes.
Esta tarde han venido mi padre y mi hermano a desmontar los armarios y llevárselos y han tenido que estar un buen rato trajinando con ellos. Al rato de irse he entrado en la habitación y le he preguntado a mi hija toda extrañada...
-¿A qué huele aquí?
Y mi hija me ha contestado...
-A hombre
Claro y conciso

Los jueves, Sabina (XXXII)

jueves, 17 de septiembre de 2009



Nadie muere de amor, al menos en estos tiempos.

Unos simplemente se pasan el aspirador por el corazón un par de veces, vacían la bolsa cuando terminan y la tiran al cubo de la basura sin miramientos.

Otros guardan sus sentimientos en una caja fuerte y se cuidan mucho de dar la combinación a otra persona, por temor a que la desvalijen.

Hay quienes no paran de frotar con otra verde la mancha de mora.

Los hay que no dejan de suspirar cada vez que llueve por el recuerdo de aquella tarde que pasearon bajo un paraguas.

Pero nadie muere de amor, al menos en estos tiempos.

Hoy... Como un explorador


Entre pupitres y hormonas

sábado, 12 de septiembre de 2009

Aunque parezca mentira, yo no nací con este don para escribir (ruido de toses y manos tapando las risas) ya que fue algo que me inculcó una persona sin pretenderlo.

Comienza el curso 1975-76, sexto de bachillerato mixto, todo un hito en el viejo Instituto, que por primera vez albergaba entre sus muros una clase con alumnos de ambos sexos. Esperábamos expectantes la llegada del nuevo profesor de Literatura cuando apareció Alberto. Alberto era... ¿cómo decirlo? el sueño de cualquier quinceañera con las hormonas bailando el rock and roll de día y de noche por todo el cuerpo. Era mayor, o al menos nos lo parecía, quizás tuviese 35 años o incluso menos, pero a partir del primer día la clase de Literatura se convirtió, en reñida pelea con el del recreo, en el momento más deseado del día. Decenas de barbillas femeninas se apoyaban en sus respectivas manos y apoyando los codos en la mesa escuchábamos embelesadas a Alberto. Tenía los ojos de un azul intenso y una boca bien dibujada, llevaba gafas de pasta y al igual que el resto de profesores venía siempre con americana. Pero él no era igual que el resto. Le gustaba la Literatura y lo demostraba contándonos anécdotas de los autores que no venían impresas en ningún libro, nos leía poesía declamando perfectamente y nos recomendaba lecturas, que según decía, eran imprescindibles.

Recuerdo como si fuera ayer el primer examen que tuvimos con él. Lo normal era dejar los libros de texto en el suelo para impedir copiar, o al menos no ponerlo tan fácil, pero Alberto repartió los folios con las preguntas y ni mención hizo de que los retirásemos. Al día siguiente antes de darnos las notas, nos avisó de que había sido advertido en el claustro de profesores de que había sido bastante inocente, puesto que no era normal que nadie en toda la clase bajase del notable. Y recuerdo también la explicación que dio a su supuesta inocencia. Él había estudiado en Estados Unidos y allí si te pillaban copiando te expulsaban de la universidad y te abrían un expediente que te impedía entrar en ninguna otra, así que en su preciosa cabecita no entraba que un puñado de adolescentes lo hiciera. Pero en el próximo examen, retiró los libros.

Ese curso, el 75-76, se hizo el viaje de fin de curso. A París nada menos. Mis padres consideraron que la capital de Francia era un nido de perdición y no me permitieron ir, así que media docena de pardillas que nos quedamos sin viaje acudíamos a clase con Alberto. Se sentaba en un pupitre de cara a nosotras y nos contaba los desamores de Bécquer, o el cruel destino de Miguel Hernández, o cualquier otra cosa que, yo al menos, absorbía como esponja.

Sin duda aquel profesor me hizo amar los libros, del mismo modo que aquel otro me hizo odiar la Física. Y es curioso, porque del primero no recuerdo el apellido aunque me maten y del segundo no puedo olvidarlo aunque quiera.

Los jueves, Sabina (XXXI)

jueves, 10 de septiembre de 2009

Yo también soy aquella chavala que creció en la fila de los mancos.

Explicación para los que tengan menos de 40 años: Se llamaba la fila de los mancos a la última fila del cine, que era la que pedían los chicos a la taquillera cuando iban a ver una película con sus chicas. Lo de ver es figurado, porque apenas se apagaban las luces, o incluso como dice Sabina, mejor entrar con el NO-DO empezado, el brazo del chaval iba a parar al hombro contrario de la chica y entre avances y retrocesos y "dejame" y "no seas tonta" cuando salías del cine no sabías si Nerón tocaba la lira o las castañuelas. Durante todos los años que duró el franquismo, los novios "decentes" tenían que saciar su hambre de besos y caricias en la oscuridad del cine, no había otra manera, porque a pesar de que a muchos de vosotros os pueda sonar a chino, en los hoteles pedían a las parejas el libro de familia para poder alojarse una noche. También se podía utilizar el coche, naturalmente, pero los jovencitos de aquella época como mucho disponían de una movilette y eso los más afortunados. Total, que la fila de los mancos era solicitada, única y exclusivamente, para lo que entonces se llamaba "darse el lote".

A mí me tocaron los últimos coletazos de la dictadura (tenía 15 años cuando murió Franco) pero hay que tener en cuenta que no es lo mismo vivir aquellos años en una capital que en un pueblo. Y cuando durante toda tu vida te han machado con los ardores del infierno si osabas tocar a los demás o a ti mismo con fines pecaminosos, lo extraño era que no tuviéramos unas ganas gigantescas de hacerlo. Así que sí, reconozco que yo también me di el lote en la fila de los mancos, y reconozco asimismo que es uno de los recuerdos más excitantes de mi pubertad.

Hoy... Una de romanos

Los jueves, Sabina (XXX)

jueves, 3 de septiembre de 2009


Ella contesta ¡bueno! cuando yo diría ¿diga?
Se enoja cuando yo me enfado
Llama al mesero mientras yo llamo al camarero
Tiene una regadera en lugar de una ducha
Se va a la alberca cuando yo voy a la piscina
Ella apachurra y yo abrazo
Yo ni tomo ni manejo, y ella hace las dos cosas

Daría lo que fuera por platicar con ella en su cocina, y si fuera posible... que me enseñase el arte del albur.

Hoy... Seis tequilas


Cosas (extraordinarias) que pasan (II)

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Un ejemplar de mi PremioPlanetaEnCiernes fue a parar a Lanzarote. Y allí, por circunstancias de la vida, fue leído por dos escritores. Escritores de los de verdad, digo, de los que publican libros, o mejor dicho, se los publican las editoriales.

Hoy he recibido un paquete que, entre otras cosas, contenía sendos libros de estos autores. Y lo que ha dibujado una sonrisa en mi cara ha sido el hecho de abrirlos y encontrarme con una dedicatoria en ambos, de puño y letra de sus creadores.

Si pincháis en sus nombres os llevará a conocer algo más de ellos.

Félix Hormiga me escribe:

"...animándote a que sigas creando ilusiones a través de tus escritos... "

Me dice Elimaida Vargas Paz :

"...te recomiendo que no dejes de soñar con esas cadenas de palabras que dan sentido a tu vida y a la literatura mundial de todos los tiempos..."

¿Qué más puedo añadir a esto?